Lituma en Los Andes by Mario Vargas-Llosa

Lituma en Los Andes by Mario Vargas-Llosa

autor:Mario Vargas-Llosa
La lengua: es
Format: mobi
Tags: Novela
ISBN: 9788408010470
editor: Editorial Planeta, S.A.
publicado: 1994-06-10T16:00:00+00:00


SEGUNDA PARTE

VI

—BUENO, ahora creo que me puedo ir —dijo el cabo Lituma, calculando que si partía de inmediato llegaría a Naccos antes del anochecer.

—De ninguna manera, mi amigo —lo atajó, levantando dos manos cordiales, el ingeniero alto y rubio que había sido tan amable con él desde que pisó La Esperanza—. La noche lo puede coger en el camino y no se lo recomiendo. Usted se queda a comer y a dormir aquí y mañana tempranito Francisco López lo lleva de vuelta a Naccos en el jeep.

El ingeniero morenito, al que decían Pichín, también insistió y Lituma no se hizo de rogar mucho para quedarse una noche más en la mina. Porque, cierto, era imprudente viajar a oscuras por estas soledades, y porque, de ese modo, tendría ocasión de ver y oír un poco más al gringo ése de visita en La Esperanza, un explorador o algo así. Desde que lo vio, lo tenía fascinado. Llevaba unas barbas y unos cabellos alborotados y tan largos como Lituma sólo había visto en ciertas estampas de profetas y apóstoles bíblicos, o como los llevaban algunos locos o mendigos semidesnudos por las calles de Lima. Pero éste no tenía nada de loco; era un sabio. Aunque sencillo y amistoso, con aire de ciudadano de las nubes extraviado en la tierra, y totalmente indiferente — ¿inconsciente?— al peligro que había corrido en la mina con la incursión de los terrucos. Los ingenieros le decían el Profe y a ratos Escarlatina.

Mientras tomaba declaraciones, hacía el inventario de lo que los asaltantes se habían llevado y escribía los partes que se necesitaban para la compañía de seguros, Lituma había oído a los dos ingenieros, sobre todo al rubio, tomarle el pelo al Profe de lo lindo, con los horrores que los terrucos habrían hecho con él si descubrían que, ahí nomás, en sus narices, escondido en los depósitos de agua, había un agente de la CIA. Él les seguía la cuerda. En materia de horrores, podía dar lecciones a los terrucos, unos aprendices que sólo sabían matar a la gente a bala, cuchillo o chancándoles las cabezas, mediocridades comparadas con las técnicas de los antiguos peruanos, quienes, en esto, habían alcanzado formas refinadísimas. Más aún que los antiguos mexicanos, aunque hubiera un complot internacional de historiadores para disimular el aporte peruano al arte de los sacrificios humanos. Todo el mundo sabía que los sacerdotes aztecas, en lo alto de las pirámides, arrancaban el corazón de las víctimas de la guerra florida, pero ¿cuántos habían oído de la pasión religiosa de los chancas y los huancas por las vísceras humanas, de la delicada cirugía con que extirpaban los hígados y los sesos y los riñones de sus víctimas, que se comían en sus ceremonias acompañados de buena chicha de maíz? Los ingenieros lo festejaban y él los festejaba y Lituma se hacía el concentrado en la redacción de los partes, pero no perdía palabra de su conversación. Y hubiera dado cualquier cosa por sentarse un buen rato a escuchar al parlanchín y examinar a sus anchas su facha estrambótica.



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